DECLARACIÓN DE LA ACADEMIA DEL PLATA SOBRE LA EPIDEMIA DE COVID-19 Y SUS CONSECUENCIAS

DECLARACIÓN
DE LA ACADEMIA DEL PLATA

SOBRE LA EPIDEMIA DE COVID-19 Y SUS CONSECUENCIAS

 

EL año 20 de este siglo será recordado por la historia, aunque todavía no
sepamos que se dirá de él dentro de 20 ó 50 años y aún más. Pero sí sabemos
que se dirá mucho más que fue el año que vivimos en peligro -como el título
de una novela llevada al cine- o –más simple- el año de la epidemia, porque
también sabemos que la enfermedad será más que la crónica de un virus
extendido por el mundo. En efecto, podemos estar seguros de que la
pandemia, más allá de su secuela de infestación y muertes, producirá otros
efectos –espirituales, culturales, sociales, políticos, económicos- cuya gravedad y alcances pueden intuirse y aun preverse desde ahora.
La Academia del Plata es una corporación multidisciplinaria y, por ende, reúne a intelectuales y profesionales con competencia y alta especialización en las materias que habilitan para el análisis teórico y práctico de los problemas –algunos muy graves- que traerá la pandemia. Y nos preocupa en particular el impacto que producirán en la Argentina, lo cual, como es obvio, constituye nuestra mayor inquietud.
Está claro, sin embargo, que una Declaración no es el modo adecuado para
efectuar el análisis de tan importantes variables como las enunciadas, que
trataremos de ir desarrollando paulatinamente. Pero a modo de preámbulo,
queremos presentar aquí algunos temas que a nuestro juicio están en la base
de la crisis tan grave cuanto inevitable que está a la puerta.
Así, es preciso que el punto de partida sea el reconocimiento sincero de que la Argentina no está mal sólo por el virus, sino que ya lo estaba a causa de un
largo proceso de decadencia -que por lo menos comprende a cinco generaciones- y que el virus habrá de empeorar. Pero ese  reconocimiento servirá de nada si no va acompañado de otro más difícil y doloroso, cuál es que la causa principal de este fracaso serial es nuestra asombrosa capacidad para insistir en los mismos errores y una notoria renuencia –también ineptitud- para corregirlos.
La incapacidad demostrada por los argentinos y, en especial, por sus
supuestos dirigentes para hacer de la Argentina una gran nación, se explica
por la concurrencia de varios factores principales. Entre ellos: (i) la perspectiva puramente ideologizada utilizada para el análisis de los problemas y las soluciones y, por ende, la ausencia de realismo; (ii) la mediocridad y superficialidad del pensamiento, que en general se ha vuelto vulgar, hasta inficionar de vulgaridad el arte, la literatura y el tratamiento de la información tanto por los gobernantes cuanto por los medios de comunicación social; (iii) ligado a lo anterior, la ausencia de reflexión seria y responsable sobre temas esencialísimos directamente vinculados con las causas de la decadencia, tales como la ruina de la educación y la cultura, los ataques crecientes contra la familia, la corrupción de las costumbres y las instituciones, la devastación de la gestión de justicia, la falta de representatividad política y corporativa, la pérdida de libertades, el abandono de políticas de seguridad y defensa, la pobreza extrema y creciente, la población insuficiente, la pésima ocupación territorial, la carencia de infraestructura, las incitaciones al igualitarismo para hacer tabla rasa de las conciencias en niveles cada vez más bajos y un largo etcétera, todo lo cual conduce a la orfandad de ideas y proyectos para la reconstrucción de la nación; (iv) la falta de vigencia efectiva de las instituciones políticas, puesta en evidencia por el cierre hermético del Congreso y de los Tribunales ante la emergencia de la pandemia.
He aquí por qué no funciona la Argentina y por qué no funcionará después de
las cuarentenas si se persiste en estos desvaríos. Como puede apreciarse, la
causa no es la quiebra económica, sino que esta es consecuencia de
conductas, actitudes y falsos principios que la preceden. La Argentina se
empeña en ser lo que nunca estuvo llamada a ser. Por eso el crecimiento de
los recursos del poder a través de la creación de más y mayores impuestos, en
ya franca violación de los principios básicos de la ética social, genera como
contrapartida tan sólo el empobrecimiento creciente de los hombres de a pie y su sometimiento a un Estado omnipresente y todopoderoso, aunque al mismo tiempo fofo, inútil y depredador.
La grieta de que tanto se habla no es sólo una división política, es además
cultural y religiosa. Es el enfrentamiento entre dos concepciones del mundo y del hombre: una que tiene a ambos como creación de Dios y con un destino al que son llamados; la otra que se agota en su inmanencia. La primera se
corresponde con nuestros orígenes y el de nuestra Patria, es la de nuestros
valores fundacionales y permanentes; la otra, que insólitamente pretende identificarse con un supuesto progreso o progresismo, proviene de afuera, de una ideología ajena a nuestro ser nacional, desarrollada y fomentada para nuestra dominación. A ese fin promueve cambios radicales, revolucionarios, en la educación, las artes, la ciencia, las creencias, el comportamiento individual y también colectivo, todo ello impregnado de un nihilismo agobiante, que deja al hombre encerrado en su propia individualidad, vuelto sobre sí mismo, sin otro rumbo que aquello que parece garantizarle el placer y la comodidad y sin otro horizonte que la satisfacción de sus sentidos o sus ocurrencias, sin que cuente para ello el bien o el mal, puesto que no existen, no hay más valores ni virtudes, todo se ha hecho relativo.
Esta ideología ha impregnado a los Estados, que la promueven con todo el
poder que tiene el Estado moderno, que le permite desde reescribir la historia de los pueblos que tienen bajo su dominio, hasta cambiar su identidad milenaria, valiéndose para ello de un discurso potente y en apariencia halagador, porque está basado en el endiosamiento del hombre, al que promete una libertad sin límites, anárquica y contestataria, y un pretendido bienestar material sólo expresado por un consumismo ávido y egoísta. Es decir, una libertad cuyo fundamento no está en el orden y mucho menos en la verdad, sino en la misma libertad.
La pandemia entonces, de algún modo, nos ha puesto tanto a creyentes como
a no creyentes frente a la reflexión sobre el sentido profundo de la vida. Y ello
en un contexto común a toda la humanidad, que se caracteriza no sólo por la
falta de certeza en el orden de la salud, sino también en los órdenes cultural,
social, político y económico, que de un modo dramático se viven en nuestra
amada patria.
Por ello creemos llegado el momento de desarrollar virtudes que hasta la
llegada del Covid-19 parecían adormecidas. Pero sin olvidar que ellas tienen
sentido si están ordenadas a un fin, que no es otro sino el logro del Bien
Común tanto natural como trascendente.
Teniendo pues como punto principal de referencia a nuestra patria,
proponemos estos grandes temas, con la esperanza puesta en que sean
materia de serena reflexión, si es que con honestidad intelectual y realismo se desea hacer frente a la crisis hasta dominarla y, con la ayuda de Dios, salir de ella fortalecidos.

Juan Marcos Pueyrredón                           Gerardo Palacios Hardy
Secretario                                                                  Presidente

Buenos Aires, mayo de 2020.

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