Conferencia del Padre Alfredo Saénz

 

LA FORTALEZA,

VIRTUD DE LA MILITANCIA INTRÉPIDA

 

P. Alfredo Saénz, SI

 

 

Existe un concepto vulgar de que la virtud consiste en la ausencia de pasiones y la santidad en la eliminación de las pasiones: es erradísimo. Las pasiones son las fuerzas naturales del hombre, sin las cuales no podemos hacer nada grande, no podemos caminar; “los afectos son los pies del alma”, dice San Agustín. El burgués se disgusta ante cualquier apasionamiento, le parece que se quiebra la corrección o la buena educación. Esta virtud pacata que consistiría en la eliminación de las pasiones es el falso concepto de los estoicos antiguos, de los modernos liberales, y de la religión y cosmovisión budista, un Schopenhauer, por ejemplo; pero eso no es virtud, será corrección a lo más, y a lo menos es debilidad, insensibilidad y apatía. Para que triunfen los malos en el mundo, basta que los buenos no hagan nada.

 

Por eso en la Argentina los malos gobiernos se ponen a gritar: “¡Paz, tranquilidad, reencuentro de todos los argentinos buenos y malos!”

 

Pero eso, la mescolanza del bien y del mal en la falsa tranquilidad burguesa, ése es el reencuentro en la ignominia – y no en la Paciencia -.

 

En tal sentido, el P. Castellani dijo: “La falsificación liberal de la fortaleza consiste en admirar el coraje en sí, con prescindencia de su uso, o sea, prescindiendo de la prudencia y de la justicia. Pero el coraje aplicado al mal no es virtud, es una calamidad, es ‘la palanca del diablo’, dice Santo Tomás.”

 

I – La fortaleza en la Sagrada Escritura

 

El Antiguo Testamento presenta la fortaleza como una perfección característica de Dios. Su fortaleza se manifiesta por los prodigios extraordinarios que realiza, especialmente en  favor de su pueblo elegido. “Tu diestra, Señor, está engrandecida por su fuerza” (Ex 15,6); “Levántate, Yahvé, en tu fortaleza” (Ps 21,12); “Yahvé está ceñido de fortaleza” (Ps 93,1); “Grande es Yahvé y su fortaleza es infinita” (Ps 147,5); “Bendito sea el nombre de Dios, porque a Él pertenecen la sabiduría y la fortaleza” (Dan 2,20).

 

Cualquier fortaleza humana (guerrera, moral, etc.) es siempre tan sólo un don de Dios; por parte del hombre no hay más que fragilidad e impotencia. Por ello, la fuerza del pueblo elegido es el mismo Dios: “El Señor es mi roca, mi fortaleza, mi liberador; él es mi Dios, mi roca en que me amparo, mi escudo, mi poder salvador, mi ciudadela y mi refugio” (2 Sam 22,2-3).

 

Judit, antes de lanzarse a cortarle la cabeza a Holofernes, oró así: “Haz que todo el pueblo y cada una de sus tribus reconozca y sepa que tú eres el Dios de toda fortaleza y poder, y que no hay otro fuera de ti que proteja con su escudo el linaje de Israel” (Judit 9,14).

 

De Sansón, por su parte, que aparece como un héroe, se dice que toda su fuerza es un don de Yahvé. Ciertamente, no se puede reconocer en este hombre, débil incluso ante una mujer (Ju 14,1-3), una virtud sin tacha. Pero su fuerza viene de su consagración a Yahvé por el nazareato (13,4-5) y ya su nacimiento dejaba presentir un destino excepcional (13,1-3). Mientras permanezca fiel a su consagración, se mostrará invencible. Y aún incluso cuando su debilidad por Dalila lo haga traicionar su voto y distanciarse de Yahvé, será su oración humilde y confiada que obtendrá de Dios la posibilidad de vengarse por última vez de los enemigos de Israel.

 

Si pasamos al Nuevo Testamento vemos que también allí se advierte algo semejante. Toda fuerza sobrehumana procede de Dios. Decía S Pablo: “Cuando soy débil, es entonces que soy fuerte” (2 Cor 12,10). El sentido de esta paradoja no se revela inmediatamente. Para descubrirlo, lo mejor es examinar cómo se manifiesta la fortaleza en la vida de Cristo.

 

El Verbo – el Dios lleno de fortaleza de que hablaba el Antiguo Testamento – se hizo carne  y al hacerlo asumió la debilidad de la carne. Ya Israel, en su Poema del Siervo, había insistido en este punto: El Mesías debía ser varón de dolores y conocer la debilidad (ls 53,3-4). Cristo no  sólo quita las enfermedades de los hombres sanándolos de ellas, sino que quiso participar él mismo de la debilidad del hombre. El sumo sacerdote quiso envolverse de debilidad, para poder compadecerse de nuestras propias debilidades (Heb 5,2 y 4,15).

 

Puesto que, en su consideración de servidor, Cristo se envolvió de debilidad, convendrá atribuir a la presencia del Espíritu la fuerza que en él se manifiesta. Hablando de él dice S. Pedro “como Dios lo ungió de Espíritu Santo y de fuerza (dynamis)” (Act 10,38). Es por esta fuerza, esta virtus que salía de él, que Jesús curaba a tantos que se le acercaban (Lc 6,19 y 8,46).

 

Hay en su vida, instantes privilegiados que manifiestan en El el poder del Espíritu. Lucas ha notado esta presencia desde el comienzo de su vida pública: “Jesús, lleno del Espíritu Santo, dejó las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu a través del desierto donde, durante cuarenta días, fue tentado por el diablo” (Lc 4,1-2). La victoria de Jesús en este combate singular contra Satán, el “fuerte”, como él lo llamará (Lc 11,21), es el preludio de sus múltiples victorias posteriores: a un “fuerte” se opone uno más fuerte que lo despoja. Habiendo así victoriosamente combatido a lo largo de toda su vida pública contra Satán, Jesús llega al último combate, el de la cruz. A la hora fijada por el Padre, el príncipe de este mundo será arrojado en tierra, y Jesús, elevado a lo alto atraerá todo hacia él (Jn 12,31-32). Tal será la principal victoria de Jesús. “Despojó los principados y los poderes y los mostró en espectáculo a la faz del mundo arrastrándolos en su cortejo triunfal” (Col 2,14-15). Es el triunfo definitivo de Jesús sobre las potencias del pecado y de la muerte. Y la seguridad tan serena que mostró en su combate muestra que el pecado no tenía dominio alguno sobre él.

 

Pero hay que poner también de relieve la importancia decisiva de la resurrección en la vida de Jesús. Fue entonces cuando es establecido “Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad, por su resurrección de los muertos” (Rom 1,4); entonces se hizo digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la alabanza (Ap 5,12).

 

De la presencia del Espíritu en la carne glorificada de Cristo, los discípulos, y sobre todo S. Pablo, van a hacer la experiencia. De ella sacarán a su vez su fortaleza: “Vais a recibir la fuerza del Espíritu”, les dijo el Señor resucitado (Act 1,8). Nadie ha sentido más que Pablo su indigencia espiritual: “No hago el bien que quiero y hago el mal que no quiero” (Rom 7,19); tanto en sí como  en su apostolado, Pablo experimenta su debilidad. Se siente por así decir desbordado por la inmensidad de una tarea que no facilitan ni las disensiones entre los cristianos ni los escándalos de la comunidad. Pero el recurso constante a Cristo le permite mantenerse y avanzar. Porque la unión con Cristo, uno de los temas esenciales de su pensamiento, le permite experimentar el poder de la cruz. En su impotencia se revela la debilidad del crucificado, que no escapa a la muerte, pero a través de ella estalla el poder soberano de Dios que saca la vida de la muerte. Pablo experimenta en la debilidad de su carne la participación en la fuerza de Cristo transido por el Espíritu vivificante (1 Cor 15,45). Su debilidad se convierte en fuerza espiritual. “Para que yo no me engríe, me fue dado un aguijón de la carne… Tres veces le rogué al Señor que lo retirase de mí. Pero él me dijo: ¡Te basta mi gracia! porque mi  poder se despliega en la debilidad. Muy gustosamente pues continuaré gloriándome en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en mis debilidades, en los ultrajes, las necesidades, las persecuciones, las angustias soportadas por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,7-10). La inserción espiritual en Cristo, he aquí la fuente de la fortaleza cristiana.

 

II – La fortaleza como virtud

 

Hay fortaleza porque existe el mal, el peligro. El peligro del mal se anuncia en su terribilidad. Combatir este poder que aterra – ya sea resistiéndolo ya sea atacándolo, sustinendo et aggrediendo – es misión de la fortaleza, que precisamente constituye, como dice S. Agustín, un “testigo incontestable” de la existencia del mal (De Civ. Dei 19,4).

 

El liberalismo ilustrado es ciego para el mal en el mundo: lo mismo para el demoníaco poder  del adversarius diavolus, el “enemigo malo”, que para ese otro poder, henchido de misterio, de la ofuscación del hombre y la perversión de su voluntad. En el peor de los casos, no le parece el poder del mal tan “seriamente” peligroso como para que no sea posible “tratar”, “discutir” o “negociar” con él. La vida moral del hombre es falsamente transmutada en una ingenuidad aheroica y sin riesgo; el camino de perfección se nos aparece así como un “despliegue” o “evolución” de tipo vegetal, que alcanza su bien sin necesidad de combatir.

 

La piedra angular de la teoría cristiana de la vida es, por el contrario, el concepto de bonum arduum o bien arduo, cuyo radio de acción trasciende el de la mano que se extiende sin esfuerzo. El liberalismo no puede menos de calificar de sin sentido a la verdadera fortaleza que se esfuerza en el combate.

 

  1. Disposición a morir

 

La fortaleza cumple totalmente su misión sólo si es capaz de afrontar los peligros más temibles, los que suscitan el temor más paralizante: el peligro de la muerte. Hasta que no se llega a  esta cumbre, la permanencia en el bien es precaria, puede quedar comprometida ante una  situación nueva. La fortaleza es perfecta cuando sabe afrontar la muerte con decisión por permanecer en la verdad y el bien (“ad rationem virtutis pertinet ut respiciat ultimum”, tener fija la mirada en lo último es parte esencial de la virtud: II-II, 123,4); por debajo de este heroísmo supremo, se es fuerte en cierta medida, en cierto grado (secundum quid), pero no de modo eminente (simpliciter). Si uno se anima a afrontar los peligros de muerte, con mayor razón sabrá reprimir los demás temores.

 

La fortaleza supone vulnerabilidad; sin vulnerabilidad no se daría ni la posibilidad misma de la fortaleza. Ser fuerte o valiente implica la posibilidad de recibir una herida. Si el hombre puede ser fuerte, es porque es esencialmente vulnerable.

 

Por herida se entiende aquí toda agresión contraria a la voluntad. Pero la más grave y honda de todas las heridas es la muerte. Hasta las heridas no mortales son imágenes de la muerte; esta lesión extrema y última extiende la esfera de su influjo a toda lesión penúltima, en la que vislumbramos como un reflejo suyo.

 

De este modo la fortaleza está siempre referida a la muerte, a la que ni un instante cesa de mirar cara a cara. Ser fuerte es, en el fondo, estar dispuesto a morir. O dicho con más exactitud: estar dispuesto a caer, si por caer entendemos morir en el combate.

 

Toda herida del ser natural, sea física o moral, entraña la referencia a la muerte. Todo acto de  fortaleza se nutre así de la disposición a morir como de su raíz más profunda, por distante que un tal acto pueda parecer, visto desde fuera, del pensamiento de la muerte. Una “fortaleza” que no llegue hasta la disposición a caer, es una fortaleza disminuida.

 

Por eso, como enseña S. Tomás, el acto propio y supremo de la virtud de la fortaleza, aquel en el que ésta alcanza su plenitud, es el martirio. La disposición para el martirio es la raíz esencial de la fortaleza cristiana. El hombre tiene que estar dispuesto a dejarse matar antes que negar a Cristo o pecar gravemente. Cuando el concepto y la posibilidad real del martirio se desvanecen en el horizonte visual de una época, fatalmente degradará ésta la imagen de la virtud de la fortaleza.

 

Pero hay que dejar sentado que el que es fuerte o valiente no busca ser herido por su propia y espontánea voluntad. En la Suma se pregunta S. Tomás “utrum fortis delectetur in suo actu”, si cabe lo que podríamos llamar la “alegría de la fortaleza”, y dice que el acto del martirio implica por cierto un dolor muy profundo, que puede llegar incluso a ocultar la alegría espiritual que produce todo acto grato a Dios, “a no ser que sobreabunde la gracia y  eleve con más fuerza al alma a las  cosas divinas” (II-II,123,8).

 

Sin embargo el martirio no deja de ser un acto victorioso. “El que muere por la fe, triunfa dice S. Máximo de Turín refiriéndose a los mártires-; si viviera sin la fe, sería derrotado”. Y Tertuliano: “Allí donde somos pasados a cuchillo, triunfamos; y cuando se nos lleva ante el juez, quedamos en libertad” (Apologeticum 50). El mártir no menosprecia la vida, pero la tiene en menos que aquello por lo que la entrega.

 

  1. La fortaleza supone la prudencia y la justicia

 

Si la esencia de la fortaleza consiste en aceptar el riesgo de ser herido en el combate por la realización del bien, se está dando por supuesto que el que es fuerte o valiente sabe qué es el bien y que él es valiente por su expresa voluntad de bien. “Por el bien se expone el fuerte al peligro de morir” (II-II, 125, ad 2). “Al hacer frente al peligro, no es el peligro lo que la fortaleza busca, sino la realización del bien de la razón” (Virt. Card. 4, ad 5). “El soportar la muerte no es laudable en sí, sino sólo en la medida en que se ordena al bien” (II-II, 124,3). Lo que importa no son las heridas, sino la realización del bien.

 

De ahí que no sea la fortaleza la primera ni la más grande de entre las virtudes, pese a ser la  que exige del hombre lo más difícil. Porque no es la dificultad ni el esfuerzo lo que constituye a la virtud, sino únicamente el bien (II-II, 132,12 ad 2).

 

La fortaleza remite, por lo tanto, a algo que por naturaleza es anterior. Es algo esencialmente segundo y subordinado, algo que precisa sujetarse a medida. La fortaleza no es independiente ni descansa en sí misma. Su sentido propio le viene sólo de su referencia a algo que no es ella: “La fortaleza no debe fiar de sí misma”, dice Ambrosio (De officiis I, 35).

 

La fortaleza es nombrada en tercer lugar en la serie de las virtudes cardinales. Esta serie no es casual. La prudencia y la justicia preceden a la fortaleza. Y ello no significa ni más ni menos que lo siguiente: sin prudencia y sin justicia no se da la fortaleza; sólo aquel que sea prudente y justo puede además ser valiente; y es de todo punto imposible ser realmente valiente si antes no se es prudente y justo.

 

Consideremos, ante todo, el sentido de este aserto: sólo el prudente puede ser valiente. La fortaleza sin prudencia no es fortaleza. La extrañeza que despierta en nosotros semejante afirmación es sintomático indicio de la medida a que ha llegado el equívoco alcance de las palabras. La asociación de ambas virtudes, el valor y la prudencia, parece contradecir la idea que el hombre de nuestros días tiene de esas dos virtudes. ¿En qué pensamos al hablar de la prudencia sino en esa sagaz astucia que permite al “táctico” eludir el trance de tener que comprometerse con riesgo de su persona, hurtando el cuerpo así no ya a las heridas, sino a la posibilidad misma de recibirlas? Forzoso es que a una “prudencia” de tal estilo se le antoje que el valor es cosa imprudente y necia.

 

Ya hemos dicho que la prudencia tiene dos rostros. El uno – que es cognoscitivo – está vuelto a la realidad; el otro – que es resolutivo y preceptivo –  mira al querer y al obrar. En el primero se refleja la verdad de las cosas reales; en el segundo se hace visible la norma del obrar. De este modo la prudencia no es tan sólo ni tan simplemente la primera en serie y rango de las virtudes cardinales, sino también, y con toda exactitud, la genitrix virtutum (3,d.33, 2,5) que “genera” a las demás; es la forma intrínseca de ellas, tal como el alma lo es del cuerpo (Ver 15,5 5, ad 2). “La prudencia es condición necesaria de toda virtud moral” (Virt. Comm.12, ad 23). Sin prudencia, no hay justicia, fortaleza ni templanza. Porque las tres son mediante la prudencia.

 

La fortaleza es así fortaleza en la medida en que es “informada” por la prudencia. La doble significación del verbo “informar” viene muy a propósito para nuestra intención. En el lenguaje corriente de hoy, “informar” significa instruir; pero tomado como palabra técnica y como inmediata traducción del latín “informare”, lo que significa es: dar la forma intrínseca. Ambas significaciones se trenzan en el caso especial de la relación que las dos virtudes guardan entre sí: al ser la fortaleza “instruida” por la prudencia recibe aquella de ésta su forma intrínseca, es decir, su esencia propia de virtud.

 

La virtud de  la fortaleza no tiene nada que ver con una impetuosidad ciega y puramente vital. El que impremeditada e indiferentemente se expone a cualquier peligro, no es valiente; porque al comportarse de ese modo da a entender bien a las claras que cualquier cosa es para él, sin tener en cuenta diferencias ni pararse a meditarlo, de un valor más alto que su integridad personal, a la que por tales motivos pone en juego (II-II, 129,5, ad 2). La verdadera fortaleza no pide exponerse de cualquier forma a cualquier riesgo, sino sólo una entrega de sí mismo que sea conforme a la razón, y con ello, a la verdad esencial y al verdadero valor de lo real: “non qualitercumque, sed secundum rationem” (II-II 126,2, ad 1). La auténtica fortaleza supone una valoración justa de las cosas: tanto de las que se “arriesga”, como de las que se espera proteger o ganar.

 

La prudencia da su forma esencial e intrínseca a las restantes virtudes cardinales: a la justicia, a la fortaleza y a la templanza. Pero las tres no dependen de la prudencia en la misma medida. La fortaleza es informada por la prudencia de modo menos inmediato que la justicia; la justicia es la primera palabra de la prudencia, y la fortaleza, la segunda. La prudencia informa, por así decirlo, a la fortaleza mediante la justicia. La justicia descansa exclusivamente en la mirada de la prudencia, orientada a lo real; la fortaleza, en cambio, descansa al mismo tiempo sobre la prudencia y sobre la justicia.

 

S. Tomás fundamenta el orden jerárquico de las virtudes cardinales de la siguiente manera: el bien propio del hombre es la realización de sí mismo conforme a la razón, esto es, conforme a la  verdad de las cosas. Este “bien de la razón” está dado en el conocimiento normativo de la prudencia. Por la justicia dicho bien pasa a cobrar existencia real: “es misión de la justicia imponer el orden de la razón en todos los asuntos humanos”. Las otras virtudes – fortaleza y templanza –  sirven a la conservación de ese bien (sunt consevativae huius boni); su misión es mantener al hombre a salvo del peligro de decaer del bien de la razón. De entre estas dos últimas virtudes, es a la fortaleza a la que corresponde la primacía (II-II, 123,12).

 

Por tanto, podemos concluir esta consideración diciendo que el prudente es el único que puede ser valiente. Y, también, que una “fortaleza” que no se ponga al servicio de la justicia, es tan irreal y tan falsa como una “fortaleza” que no esté informada por la prudencia.

 

Sin la “cosa justa”, no hay fortaleza. La cosa es lo que decide, y no el daño que se pueda sufrir:”martyres non facit poena, sed causa”, escribe S. Agustín (En. in Pa 34,13). “El hombre no pone su vida en peligro de muerte más que cuando se trata de la salvación de la justicia. De ahí que la dignidad de la fortaleza sea una dignidad que depende de la anterior virtud” (II-II,123,12 ad 3).

 

III – El martirio: acto supremo de la fortaleza

 

El martirio[1] se da en el punto de confluencia de un gran amor y de un gran odio: el amor de Dios (encarnado en el mártir) y el odio del mundo (encarnado en el verdugo). Por eso nunca el  martirio alcanzó una plenitud tan grande como cuando Cristo murió en la cruz: la causa de su muerte fue su excesivo amor por nosotros (nos amó “hasta el fin”), y sobre El se concentró el odio satánico de todos los siglos. La Iglesia nace del corazón mártir de Cristo atravesado por la lanza del soldado. Nace como fruto de un martirio, nace ella misma mártir, empapada en la sangre de su esposo.

 

¿Qué es el martirio? La palabra significa “testimonio”, como mártir significa “testigo”. Cristo envía a la Iglesia al martirio. Al ascender al cielo dijo a sus apóstoles: “Seréis mis mártires en Jerusalén…y hasta el extremo de la tierra” (Act 1,18). Los mártires son así los testigos de la verdad, los testigos de Cristo.

 

Tres niveles del martirio: de la palabra, de las acciones, de la sangre. Para que alcance su perfecta consumación debe ser supremo, es decir, llegar hasta la sangre. Los primeros cristianos, enfrentados con las terribles persecuciones de que fueron objeto, eran muy conscientes de la  necesidad que tenían de prepararse para el martirio en sentido plenario. Los catecúmenos, a la par que para el bautismo, eran instruidos para el martirio. Bautismo y martirio, agua y sangre…

 

El mártir es un testigo del valor de las cosas divinas y de la absoluta preferencia de éstas a  todo lo humano, incluso a la propia vida, “El mártir –enseña S. Tomás –  es así llamado para ser en cierto modo un testigo de la fe cristiana que nos prescribe menospreciar las cosas visibles a favor de las invisibles. Es, pues, propio del martirio que el hombre dé testimonio de la fe, mostrando con sus obras el poco caso que hace de los bienes de este mundo para llegar a los bienes futuros e invisibles. Ahora bien, mientras el hombre sigue con vida corporal, tal menosprecio no se ha afirmado en su totalidad, ya que los hombres siempre pospusieron a los familiares y todos los bienes, e incluso han sufrido dolores corporales, con tal de conservar la vida. Por lo cual Satanás alegó contra Job: “¡Piel por piel! Cuanto el hombre tiene lo dará para conservar su alma” (Job 2,4), es decir, su vida corporal. De donde se desprende que, para que se dé perfecta razón de martirio, se requiere que alguien sufra la muerte por Cristo” (II-II,124,4,c).

 

El martirio se relaciona con tres grandes virtudes:

 

– Ante todo con la fortaleza, que es la virtud de donde brota directamente. Constituye, como dijimos, su acto principal, ya que lleva a su máxima tensión la resistencia contra el mal. El martirio es la prueba más ardua de valor e intrepidez. Es una “agonía”, un combate frontal.

 

El martirio implica un acto de firmeza en el bien. En ello se basa S. Tomás para enseñar que es un acto virtuoso. “Es propio de la virtud el hacer que el sujeto se conserve en el bien de la razón. Dicho bien consiste en la verdad, como objeto propio, y en la justicia, como efecto propio. Ahora bien, pertenece a la esencia del martirio mantenerse firme en la verdad y en la justicia contra los ataques de los perseguidores. Por lo que es manifiesto que el martirio es un acto de virtud” (II-II, 124, 1, c). Y lo ubica claramente dentro de la fortaleza: “Es propio de la fortaleza mantener firme al hombre en el bien de la virtud contra los peligros, sobre todo contra los peligros de la muerte, y más particularmente de la muerte en la guerra. Ahora bien, es manifiesto que en el martirio el hombre se mantiene firmemente en el bien de la virtud, al no abandonar la fe y la justicia ante los peligros de muerte, que amenazan inminentes, en una especie de combate particular, de parte de los perseguidores. Por eso S. Cipriano dice en un sermón: “La multitud, llena de admiración, contempló este combate celestial, y vio cómo en la batalla los siervos de Cristo se mantenían firmes con voz libre, alma inmaculada y fuerza divina”. De donde queda manifiesto que el martirio es un acto de fortaleza. Y por eso la Iglesia aplica a los mártires aquellas palabras: “se hicieron fuertes en la guerra” (II-II,124, 2,c).

 

El mártir ejercita la virtud de la fortaleza no tanto atacando cuanto soportando, en lo cual, como veremos, reside lo mejor de dicha virtud, ya que “el acto principal de la fortaleza es soportar, y a él pertenece el martirio, no al acto secundario, que consiste en atacar” (ib. ad 3).

 

–   Asimismo el martirio se relaciona con la fe. La fe es la virtud final por la que se sufre el martirio (a.2, ad 1). Si la muerte no tuviera nada que ver con la fe, no habría martirio. Morir no es suficiente. Hay que morir por la fe. Muchos son hoy los que piensan que es mártir aquel que muere por defender sus propias convicciones, aunque en sí sean erradas. No es esa la doctrina tradicional de la Iglesia, según la cual sólo es mártir aquel que muere por la fe verdadera. Porque al mártir lo hace la causa, no la pena. Dice S. Agustín que Cristo fue crucificado entre dos ladrones. “Los unía la pasión pero los diferenciaba la causa. Así se oye en el salmo (42,1) la voz de los auténticos mártires, que quieren ser separados de los mártires falsos: ‘Júzgame, oh Dios, y separa mi causa de la gente no santa’. No dice ‘separa mi pena’ sino ‘separa mi causa’. La pena puede ser semejante a la de los impíos, pero la causa es desemejante” (Ep. 185, II, 9). Se comprende así cuan grave es la tergiversación que se intentó al pretenderse la elaboración de un “martirologio de la subversión”.

 

La fortaleza se une pues a la fe. Es cierto que el mismo S. Tomás sostiene que no sólo la fe hace mártires sino también todas las virtudes, pero con tal que sean verdaderamente tales, es decir, procedan de la fe. Porque no hay que olvidar que “a la verdad de la fe pertenece no sólo la  creencia del corazón, sino también la profesión exterior, que se hace no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino también por hechos con los que se muestra que se tiene fe, conforme a lo que dice Santiago: Yo por mis obras te mostraré mi fe (Sant ,18). Y por eso las obras de todas las virtudes, en cuanto referidas a Dios son profesiones de la fe, en la cual se nos hace saber que Dios las exige de nosotros y nos premia por ellas. Y según esto puede ser causa de martirio. Así la Iglesia celebra el martirio de S. Juan Bautista, el cual sufrió la muerte no por no renegar de la fe sino por haber reprendido un adulterio” (II-II, 124,5 c).

 

Por donde se ve que cuando S Tomás enseña que la fe es la causa del martirio, entiende la fe en un sentido muy amplio. Se trata de una fe viva, que se expresa no sólo en el acto interior y expreso de la fe sino también en las obras exteriores activadas por la misma fe. Llega incluso a decir que sería mártir aquel que muriese por defender una verdad de la geometría ya que “como toda mentira es pecado, el evitar una mentira contra cualquier verdad que sea, por cuanto la mentira es un pecado contra la ley de Dios, puede ser causa de martirio” (ib. ad 2). Y los que mueren por la  patria, ¿pueden ser también llamados mártires? A lo que responde: “El bien de la patria es el más alto entre los bienes humanos. El bien divino, que es la causa propia del martirio, es mejor que el humano. Sin embargo, como el bien humano puede hacerse divino si es referido a Dios, cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto referido a Dios” (ib. ad 3).  La confesión de la fe abarca todo esto.

 

-Finalmente la fortaleza se relaciona con la caridad, que es su virtud imperante, o sea la virtud motora que impulsa a sufrir el martirio por amor a Dios. Sin ella el martirio carecería de valor meritorio (2, ad 2). Si no hay martirio sin fe, tampoco puede haberlo sin caridad. S. Pablo dijo que si  entregara mi cuerpo al martirio, y no tuviere caridad, de nada me aprovecharía. “Aunque se llegue al martirio, aunque se llegue a la efusión de sangre – comenta S. Agustín – aunque se llegue a la carbonización del cuerpo, nada vale por falta de caridad. Añade la caridad, y aprovecha todo; quita la caridad, y todo lo demás no sirve de nada” (Serm. 138,2).

 

Ya lo había dicho Cristo: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). El la dio por amor  a los suyos; los suyos deben estar dispuestos a ofrendarla por amor a El. Amor con amor se paga.

 

El martirio es la consumación más acabada de la vida cristiana. Decía Clemente de Alejandría: “Llamamos al martirio ‘perfección’ o consumación (teléiosis) no porque con él termina el  hombre su vida, como los demás, sino porque dio una prueba consumada de caridad” (Strom. IV, 4). En este sentido el martirio es el acto virtuoso más perfecto que se puede poner: lo es si se lo considera en relación con el primer motivo, que es el amor de caridad, y es sobre todo por esa relación que un acto pertenece a la vida perfecta. Dice S. Tomás “El martirio, más que cualquier otro acto de virtud, es el que más perfectamente demuestra la perfección de la caridad, ya que  tanto mayor amor se demuestra hacia alguien cuanto más amado es lo que se desprecia por él y más odioso lo que por él se soporta. Ahora bien, es evidente que el hombre ama su propia vida sobre todos los otros bienes de la vida presente, y, por el contrario, lo que más odia es la propia muerte, sobre todo si es con dolores de tormentos corporales, cuyo temor hace que aun los mismos animales ‘se abstengan de los mayores placeres’ como dice S Agustín.  Es, por ende, evidente que el martirio es, entre todos los actos humanos, el más perfecto en su género como signo de la máxima caridad, según aquello de Juan 15 (13): Nadie tiene mayor caridad que esta de dar uno la vida por sus amigos” (II-II, 124,3c).

 

Relación, pues, del martirio con la fortaleza y con la caridad. S. Tomás matiza: “La caridad inclina al acto de martirio, como primero y principal motivo, al modo de una virtud que impera; en cambio la fortaleza, como motivo propio, al modo de una virtud efectiva del mismo. De ahí que el martirio sea acto de la caridad como virtud imperante, y de la fortaleza como principio del que  emana. Por eso resplandecen en él ambas virtudes” (II-II, 124,2 ad 2).

 

IV – Los dos actos de la fortaleza

 

Solo el que realiza el bien, enfrentando el daño y lo espantoso, es verdaderamente valiente. Pero el “hacer frente” a lo espantoso presenta dos posibilidades que sirven de base a los dos actos capitales de la fortaleza: la resistencia y el ataque.

 

El acto más propio de la fortaleza, su actus principalior, no es el atacar, sino el resistir, dice S. Tomás (II-II,123,6). S. Tomás no piensa en modo alguno que el acto de resistir posee de por sí un valor más alto que el del ataque, ni afirma tampoco que en la resistencia se manifiesta siempre más valor que en el ataque. ¿Qué puede significar entonces con esa afirmación? No otra cosa sino que el “lugar” propio de la fortaleza es ese caso ya descrito de extrema gravedad en que la  resistencia es, objetivamente, la única posibilidad que queda de oponerse; y que sólo y definitivamente en tal situación es donde muestra la fortaleza su verdadera esencia. La posibilidad de que el hombre se vea en trance de ser herido o incluso de morir en su conato por realizar el bien, mientras la iniquidad emerge  prepotente y pisoteadora, forma parte de la imagen del mundo de S. Tomás y del cristianismo en general, posibilidad que se ha esfumado, en cambio, de la imagen del mundo del liberalismo ilustrado.

 

Pero ¿acaso el acto de resistencia no es algo meramente pasivo? S. Tomás se hace cargo de esta objeción; si la fortaleza es una perfección, dice, no puede ser su acto propio el resistir, ya que la resistencia es pasividad pura y siempre lo activo del obrar sobrepasa en perfección a lo pasivo del sufrir. En su respuesta advierte que el momento de la resistencia implica una enérgica actividad del alma, un fortissime inhaerere bono o valerosísimo acto de perseverancia en la adhesión al bien; y sólo de este acto lleno de valentía se nutre la energía que da ánimo al cuerpo y al alma para sufrir el ultraje de ser herido o muerto (II.II, 123,6, ad 2).

 

El carácter resistente de la fortaleza exige la virtud de la paciencia, que para S. Tomás es un ingrediente necesario de la fortaleza. La causa de que esta coordinación de paciencia y fortaleza nos parezca absurda no reside sólo en el hecho de que hoy tendemos a entender en un sentido fácilmente activista la esencia de la fortaleza, sino sobre todo en el hecho de que para nosotros la virtud de la paciencia ha venido a significar – como antítesis de lo que fue para la teología clásica – una tendencia a cruzarse de brazos, poniendo cara de “víctima”, consumido por la aflicción, falto de alegría y a la espera de todo género de mal que le salga al paso, cuando no es que se lanza a buscarle por propia iniciativa. Pero la paciencia es algo completamente diverso de la irreflexiva aceptación de toda suerte de mal: “paciente es no el que no huye del mal, sino el que no se deja llevar en presencia del mismo a un desordenado estado de tristeza” (II-II, 126,4, ad 2). Ser paciente significa no dejarse arrebatar la serenidad ni la clarividencia del alma por las heridas que se reciben mientras se hace el bien. La virtud de la paciencia no es incompatible con una actividad que enérgicamente se mantiene adherida al bien, sino que sólo es incompatible con la tristeza y el  desorden del corazón (I-II, 66,4, ad 2; II-II, 128,1).

 

De ahí que los dos actos precipuos de la fortaleza son acometer y aguantar; y este último es el principal; dice Santo Tomás inesperadamente. ¿Cómo? ¿No es mejor siempre la ofensiva que la defensiva, la actividad que la pasividad? Santo Tomás parece apocado, parece aconsejar agacharse y aguantar más bien que atacar; y el mundo siempre ha tenido el ataque por más valeroso que el simple aguante.

 

Santo Tomás tiene por más a la paciencia que al arrojo; pero no excluye el arrojo cuando es posible, al contrario; con otra proposición paradojal dice que la ira trabaja con la fortaleza y hace parte de ella.

 

En la condición actual del mundo, en que la estupidez y la maldad tienen mucha fuerza, hay muchos casos en que no hay chance de lucha; y aun para luchar bien se necesita como precondición la paciencia; y a veces el sacrificio. “He aquí que os envío como corderos en medio de lobos” (Mt 10,16). El acto supremo de la virtud de la fortaleza es el martirio, pero la Iglesia ha llamado siempre al martirio “triunfo” y no derrota.

 

La paciencia preserva al hombre del peligro de que su espíritu se vea quebrantado por la tristeza y pierda así su grandeza: “ne frangatur animus per tristiam et decidat a sua magnitudine” (II-II, 128, 1). Como se ve, la paciencia no es el reflejo empañado por las lágrimas de una vida “deshecha”, sino la característica señorial de una invulnerabilidad invicta. La paciencia es, como dice Hildegardo de Binge, “la columna que ante nada se doblega” (Scivias, III, 22). Y S. Tomás, basándose en la Sagrada Escritura (Lc 21,19), lo dice con impecable señorío: “Por la paciencia se mantiene el hombre en posesión de su alma” (II-II 136,2, ad 2).

 

El que es valeroso, precisamente por serlo, es también paciente. Pero no a la inversa: la paciencia no implica la totalidad de la virtud de la fortaleza (I-II, 66,4, ad 2; Virt.card. 1, ad 4), así como no lo implica el mero acto de resistencia, al que la paciencia se ordena. Porque el valiente no sólo sabe soportar el mal, sin perder la serenidad, cuando aquél es inevitable, sino que también no vacila en “abalanzarse” (insilire) acometedoramente sobre él y desviarlo cuando puede tener sentido hacerlo. A esta segunda eventualidad se ordena, como actitud interna del valiente, la disposición para el ataque: la animosidad, la confianza en sí mismo y la esperanza de la victoria.

 

Con la segunda cara de la fortaleza se coliga la virtud de la ira. La relación positiva que según S. Tomás guarda la ira (cuando es justa) con la virtud de la fortaleza, se ha convertido también en algo ampliamente incomprensible para el cristianismo actual y sus censores no cristianos. Esta falta de comprensión se debe en parte a la influencia de una suerte de estoicismo espiritualista que ha excluido prácticamente de la moral cristiana el momento de lo pasional, como si fuese algo extraño e inconciliable con ella; pero también se explica, en cierto modo, por la circunstancia de que la actitud explosiva que se manifiesta a través de la ira es la antítesis natural de una valentía sofrenada “a la burguesa”. S. Tomás, encontrándose libre tanto del uno como del otro extremo, afirma: fortis assumit ad actum suum el valiente uso de la ira en el ejercicio de su propio acto, sobre todo al atacar; “porque el abalanzarse contra el mal es propio de la ira, y de ahí que pueda ésta entrar en inmediata cooperación con la fortaleza” (II-II, 123,10, ad 3).

 

La ira recta arroja al hombre recto al ataque, o al menos lo mantiene en su puesto: “airaos sin pecar” dice San Pablo (Efesios 4, 26), de lo cual él dio grandes ejemplos, o sea, indignaos ante el mal sin frenesí ni desorden. El hombre que no puede indignarse no es hombre, ni tampoco mujer: es un cuitadillo. La recta indignación es el permanente motor del paladín: ella presta y aumenta las fuerzas.

 

Vamos viendo como la doctrina clásica de la fortaleza rebasa el estrecho círculo de las ideas convencionales hoy vigentes no sólo por lo que respecta al papel de lo “pasivo”, de la paciencia, sino también en lo que refiere al mencionado momento “agresivo” de dicha virtud, fruto de la ira.

 

Ello no obstante, debe quedar bien sentado que lo más propio de la fortaleza no es el ataque, ni la ira, sino la resistencia y la paciencia. Pero no porque la paciencia y la resistencia sean en algo mejor y más perfecto que el ataque y la ira, sino porque el mundo real está  constituido de tal forma, que sólo en el caso ya descrito de más extrema gravedad, el cual no deja otro margen a la oposición que la resistencia, puede revelarse la última y más profunda fuerza del alma: amar y realizar el bien, aún en el momento en que amenaza el riesgo de la herida o de la muerte, sin jamás doblegarse ante las conveniencias. La expresión de Cristo: “Mirad, yo os envío como ovejas ante lobos” (Mt. 10,16), designa la situación del cristiano en este mundo, la cual todavía no ha cambiado.

 

Resistir y atacar, dos modos de comportamiento que, encarándose activamente con el mundo, se aferra al bien y lo practica, librando batalla sin vacilaciones contra la oposición que puedan presentarle la estupidez, la pereza, la maldad o la ceguera.

 

El propio Cristo, de cuya mortal angustia en Getsemaní se nutre, al decir de los Padres, la  fuerza que sostiene al mártir cuando le llega el momento de tener que derramar su sangre por la fe (cf. S. Atanasio, III Contra Arrianos, cap. 57), y cuya vida terrena estuvo hondamente informada por la  disposición al holocausto de su persona, al que se dejó conducir “cual cordero al sacrificio”… es el mismo que no vaciló en tomar el látigo y expulsar a los mercaderes del templo; y cuando, en presencia del sumo sacerdote se vio abofeteado por un siervo, no le tendió él “la otra mejilla”, sino que contestó: “Si hablé mal, da testimonio de lo malo; pero si bien, ¿por qué me hieres?” (Jn 18,25).

 

De manera semejante se comportó S. Pablo cuando, por causa de la libertad con que se  expresó, el sumo sacerdote ordenó que se le “golpease en la boca”. A pesar de que su vida estaba ordenada hacia el martirio, no se limitó a sufrir en silencio el ultraje, sino que respondió al pontífice: “¡A ti te golpeará Dios, muro blanqueado! ¿Y tú, que estás sentado para juzgarme según la ley, me mandas golpear contra la ley?” (Act 23,2 s.).

 

En su Comentario al evangelio de Juan, S. Tomás ha llamado la atención sobre la aparente contradicción que guarda la escena de Cristo (como también la de S. Pablo) con el precepto del Sermón de la Montaña:”Mas yo os digo que no os opongáis al malvado; antes bien, al que te golpee la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda” (Mt 5,39). Es manifiesto que  una interpretación “pasivista” no sabría resolver esta contradicción. Pero S. Tomás, de acuerdo con S. Agustín, la explica diciendo: “Para entender la Sagrada Escritura debemos tomar por criterio lo que Cristo y los santos hicieron en la práctica. Cristo no tendió a aquel hombre la otra mejilla. Ni tampoco Pablo la tendió. Interpretar, por tanto, literalmente el  precepto del sermón de la montaña es falsear su significado. Dicho precepto se refiere más bien a la disposición del alma a soportar, cuando sea preciso, sin dejarse vencer por la amargura, una segunda afrenta igual o todavía más grande del agresor. A ello responde la actitud del Señor al entregar su cuerpo al último suplicio. Aquellas palabras con que replicó han sido, por consiguiente, de utilidad para nuestra enseñanza” (In Joan. 18, lect. 4,2).

 

El estar dispuesto a morir en el supremo trance del martirio, resistiendo pacientemente en el empeño por la realización del bien, no excluye la acometida ni el belicoso ataque.

 

Resistir y atacar. Cuesta a veces más resistir que atacar. Atacar se puede hacer en un momento de coraje; resistir supone perseverancia en la fortaleza. Atacar y resistir. Son cabalmente, los actos que ha de realizar el soldado en el campo de batalla. Por eso la fortaleza ha de brillar en sumo grado en los militares.

 

 

 

V – Pecados contra la fortaleza

 

A la fortaleza se oponen tres vicios: uno por defecto, la cobardía, y dos por exceso, la audacia y la impasibilidad.

 

  1. La cobardía

 

Consiste en temblar desordenadamente ante los peligros que es menester afrontar por la práctica de la virtud, o en rehuir las molestias necesarias para conseguir el bien difícil. Con este vicio se relaciona estrechamente el llamadorespeto humano, que por miedo al “que dirán” se abstiene del cumplimiento del deber o de practicar valiente y públicamente la virtud.

 

  1. La audacia

 

Llamada también temeridad. Consiste en salir al encuentro del peligro sin causa justificada.

 

  1. La impasibilidad

 

Caracteriza a aquellos que no temen los peligros, aunque sean de muerte, pudiendo y debiendo temerlos. Suele provenir del desprecio de la vida, o de la soberbia, o de la necedad. Sobre esto hay que tener en claro que ser fuerte o valiente no es lo mismo que no tener miedo. Por el contrario, la virtud de la fortaleza es cabalmente incompatible con cierto tipo de  ausencia de temor. Sin duda, el hombre que ha perdido la voluntad de vivir deja de sentir miedo ante la muerte. Pero la indiferencia que nace del hastío de la vida se encuentra a fabulosa distancia de la verdadera fortaleza, en la medida en que representa una inversión del orden natural. La virtud de la fortaleza no ignora el orden natural de las cosas, al que reconoce y guarda. El sujeto valeroso mantiene sus ojos bien abiertos y es consciente de que el daño a que se expone es un mal. Por eso ni ama la muerte ni desprecia la vida.

 

Lo que mejor caracteriza a la fortaleza no es el no conocer el miedo, sino el no dejar que el miedo la fuerce al mal o le impida la realización del bien. El que – aun haciéndolo por el bien – se arriesga a un peligro sin importarle su magnitud, o bien por dejarse llevar de un instintivo optimismo (con el consabido “no me pasará nada”), o bien porque se abandone a una confianza, a veces no exenta de fundamento, en el vigor y la aptitud para el combate propios de su natural condición.., ese tal no posee todavía la virtud de la fortaleza (II-II,123, ad 2). La posibilidad de ser valiente en el verdadero sentido de la palabra no está dada más que cuando fallan todas las certidumbres, reales o aparentes, es decir, cuando el hombre, abandonado a sus solas fuerzas naturales, siente miedo, un razonable miedo. El que en una situación de gravedad hace frente a lo espantoso sin consentir que se le impida la práctica del bien, y ello no por ambición ni por temor de ser tachado de cobarde, sino, y sobre todo, por el amor del bien, o que en última instancia viene a ser lo mismo, por el amor de Dios: ése y sólo ése es realmente valeroso.

 

La fortaleza no significa, por tanto, ausencia de temor. Valiente es el que no deja que el miedo a los males perecederos y penúltimos le haga abandonar los bienes últimos y permanentes, inclinándose así ante lo que en definitiva e incondicionalmente hay que temer.

 

Estas consideraciones no pretenden rebajar para nada el valor del optimismo natural o del  vigor y la aptitud combativa igualmente naturales, como tampoco menoscabar la importancia vital de tales facultades ni el enorme interés que poseen para la ética. Pero es importante que se tenga  clara idea del lugar donde propiamente reside la esencia de la fortaleza como virtud;  este lugar se halla instalado más allá de las fronteras de lo vital. Ante la perspectiva del martirio, el optimismo natural pierde todo sentido, y la natural facilidad para el combate se encuentra literalmente atada de pies y manos; no obstante, el martirio es el acto propio y más alto de la fortaleza, y sólo en este caso de extrema gravedad accede dicha virtud a revelarnos su esencia, a la cual se adecuan aquellos otros actos cuya realización no requiere tal elevada dosis de heroísmo.

 

VI – Virtudes anexas a la fortaleza

 

Existen varias virtudes que son conexas a la fortaleza. Algunas están unidas como partes integrantes (regulando algún aspecto suyo, colaboran a ejercitar la fortaleza de un modo perfecto); otras están unidas como partes potenciales (en cuanto regulan situaciones menos difíciles o secundarias en relación con las primarias, propias de la fortaleza).

 

La fortaleza, en su acto de ataque o de iniciativa audaz, tiene afinidades con las virtudes de la magnanimidad y magnificencia. Estas virtudes manifiestan actitudes llenas de grandeza, y suscitan admiración.

 

La fortaleza, en su soportar, va desarrollando una actitud virtuosa particularmente compleja, en la que es ayudada e integrada por las virtudes de la paciencia, la longanimidad, la perseverancia y la constancia. Son las virtudes del soportar y de la tenacidad, que expresan fuerza de ánimo y virilidad: hacen a los hombres sólidos.

 

A. Para acometer cosas grandes: a) Con prontitud de ánimo y confianza en el fin: Magnanimidad
b) Sin desistir a pesar de los grandes gastos que ocasione: Magnificencia
B. Para resistir las dificultades: a) Causadas por la tristeza de los males presentes: Paciencia – Loganimidad
b) Sin abandonar la resistencia por la prolongación del sufrimiento: Perseverancia – Constancia
  1. La magnanimidad

 

Virtud especial para nuestra época, donde son tantos los que se estrechan en su alma ante tantas dificultades, el espíritu se mezquina, se pierde el coraje que se requiere hoy más  que nunca.[2]

 

S. Tomás dice que la magnanimidad es “la tensión del alma a las cosas grandes” (II-II 129, 1, c), apetecer la grandeza es para S. Tomás una virtud. El magnánimo aspira a la  grandeza en toda su belleza y amplitud. Es el hombre del “magis”. S. Tomás recurre a un texto de Aristóteles: “magnánimo es el que se extrema por la grandeza”, y comenta: “en cuanto tiende a lo máximo” (II-II, 129,3 ad 1).

 

El magnánimo busca el honor, en orden a tres fines: para sí mismo, para el prójimo y para Dios. Para sí mismo, porque el honor que se le tributa lo afirma en su deseo de grandeza, lo ayuda en la conquista de la perfección; para el prójimo, porque sabe que siendo aquello en que sobresale un don que Dios le ha concedido para ser útil a los demás, quiere que su excelencia aproveche al servicio de todos; para Dios, porque entiende que el bien excelente que hay en él no lo engendró de sí mismo sino que es como algo divino en él, según aquello de S. Pablo: “¿Qué tienes que no hayas recibido?, y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4,7). Conexión con la humildad.

 

S. Tomás pone a la magnanimidad en relación con la fortaleza. Según la visión tomista la fortaleza dice relación con la fuerza, la abundancia, descartando todo espíritu de apocamiento y avaricia. Al poner la fortaleza en relación con la magnanimidad muestra el lazo secreto que religa la fortaleza con la suntuosidad, la exuberancia, la generosidad del corazón (cf. II-II, 140,2, ad 1). La magnanimidad hace que el fuerte se apreste a enfrentar los grandes peligros (II-II, 129,5, ad 2).

 

Para S. Tomás la magnanimidad implica toda una definición, todo un estilo de vida bajo el  signo de la grandeza. La magnanimidad es, indudablemente, una virtud específica. Con todo, S. Tomás la considera también una “virtud general”, es decir, una virtud capaz de impregnar toda la vida moral. La magnanimidad signa a todas las otras virtudes. Si toda virtud tiene belleza por sí misma, escribe S. Tomás, su belleza específica, “la magnanimidad le agrega otra  belleza por la misma magnitud de la obra virtuosa, ya que la magnanimidad hace mayores a  todas las virtudes” (II-II, 129,4, AD 3).

 

Gracias a la magnanimidad, toda la moral queda orientada hacia la conquista de lo grande, ordenando a su fin los actos de todas las otras virtudes a la cuales da un toque de grandeza: la templanza, la prudencia, la justicia se hacen magnánimas (II-II, 58, 6, c); “el magnánimo busca obrar lo grande en toda virtud”(129,4, ad 1). Su actuación confiere grandeza a las acciones de todas las virtudes, e incluso a las acciones más pequeñas (II-II, 129,1, c).

 

Sus vicios opuestos son:

 

– Ante todo la vanagloria. Gloria significa cierto esplendor, efecto de belleza. El bien de ello llega al conocimiento de los demás y encuentra su aprobación. Desear que se conozca y alabe el bien propio no es pecado, ni lo es el querer que otros aprueben nuestras buenas obras ya que Cristo dijo: “Luzca vuestra luz ante los hombres” (Mt. 5, 16). En cambio cuando la gloria que se  busca es vana, dicho impulso se hace pecaminoso, ya que todo deseo de algo vano está viciado de raíz.

 

Es vana la gloria que se busca sea por un bien que no se posee – el motivo es entonces inexistente – sea por un bien que no la merece – el motivo es entonces insuficiente -. Es vana la gloria que proviene de los que son incapaces de juzgar adecuadamente acerca del bien, por eso los honores de las masas son siempre tan precarios y sería vanidad hacer de ellos gran caso. La búsqueda de la gloria es también irracional si se la persigue por sí misma, haciendo de ella un fin; el hombre no puede desear la gloria para sí como si él fuese el término final de la misma, sino para la gloria de Dios y la salvación del prójimo, “de modo que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5,16).

 

La vanagloria es para S. Tomás pecado capital, engendrador de muchos otros pecados. Son hijas de la vanagloria la jactancia, por la que el vanidoso busca exaltar su presunta excelencia; el afán de novedades, que tanto admiran los hombres; la hipocresía; la tendencia a las contiendas (el magnánimo solo riñe por cosas grandes).

 

– La presunción. Nos inclina a acometer empresas superiores a nuestras fuerzas (por ejemplo a aceptar un cargo para el que no estamos preparados). Es una esperanza desordenada, no porque  se refiera a una falsa grandeza – ya que el presuntuoso tiende a la verdadera grandeza – sino porque se comporta como si fuera posible alcanzar un objeto que en realidad está fuera de su alcance. Intenta empresas que superan sus fuerzas. Lo que hace de ella un vicio es la falta de proporción entre el agente y el fin, su pequeñez que contrasta con la grandeza anhelada.

 

– La ambición. Nos inclina a procurar honores indebidos a nuestro estado y merecimiento. Consiste en la apetencia desordenada del honor, sea por pretender alabanza de algo que no existe, sea por buscar el honor para sí mismo sin referirlo a Dios, sea por relamerse en el honor no poniéndolo al servicio del prójimo. El ambicioso sólo se interesa por recibir honor, de cualquier manera que sea.

 

Vanagloria, presunción, ambición: tres vicios que se oponen por exceso a la magnanimidad.

 

– La pusilanimidad. Es quizás el vicio que se opone más radicalmente a la magnanimidad. Pusilánime es quien se cierra a la grandeza, siendo capaz de alcanzarla. Pusilla anima, alma pequeña, sin esperanza, con una desesperación ilegítima que la separa de lo que es grande. Suele brotar del atractivo de los placeres, sobre todo carnales, que ahogan en el alma el gusto de la grandeza. Humildad mal entendida.

 

La principal causa de la pusilanimidad es el temor a fracasar en empresas de las que equivocadamente se cree superan la propia capacidad (II-II, 133, 2, c). El alma está en el temor, deprimida, abrumada de tristeza, envilecida a sus propios ojos. El alma deprimida por el temor o la tristeza difícilmente puede ser elevada por la esperanza; cae en brazos de la desesperación que le hace rehuir toda obra grande.

 

La pusilanimidad es un verdadero pecado porque atenta contra la ley puesta por Dios en el hombre que le impele a desplegar toda la actividad de que es capaz. Es el pecado de aquel siervo que enterró el dinero que había recibido de su señor, y no negoció con él. Es un pecado tanto más serio cuanto que condena a la mediocridad.

 

  1. La magnificencia

 

Es la virtud que inclina a emprender obras espléndidas y difíciles de ejecutar, sin arredrarse ante la magnitud del trabajo o de los grandes gastos que sea necesario invertir.

 

Se distingue de la magnanimidad en que ésta tiende a lo grande en cualquier virtud o materia, mientras la magnificencia se refiere únicamente a las grandes obras factibles, tales como la construcción de templos, universidades, etc. Es virtud propia de los ricos – aunque pueden tenerla también, en la disposición de su ánimo, los mismos pobres – , que en nada mejor pueden emplear sus riquezas que en el culto de Dios o en provecho y utilidad del prójimo. Es increíble la obcecación de muchos ricos, que se pasan la vida atesorando riquezas, que tendrán que abandonar a la hora de la muerte, en vez de fabricarse una espléndida mansión en el cielo con su desprendimiento y generosidad en este mundo.

 

A la magnificencia se oponen dos vicios, uno por defecto y otro por exceso.

 

–  Por defecto, la tacañería o mezquindad, que tiende a hacerlo todo a lo pequeño y a lo precario, quedándose muy por debajo, no sólo de lo espléndido y magnífico, sino incluso de lo razonable y conveniente.

 

– El despilfarro, por exceso, que lleva al extremo opuesto, fuera de los límites de lo prudente y virtuoso.

 

  1. La paciencia

 

Es la virtud que inclina a soportar sin tristeza ni abatimiento de corazón los padecimientos físicos y morales. Es una de las virtudes más necesarias en la vida cristiana, porque siendo innumerables los trabajos y padecimientos que inevitablemente tenemos todos que sufrir, necesitamos de esta virtud para no dejarnos abatir por el desaliento y la tristeza.

 

Los principales motivos de la paciencia son: a) la conformidad con la voluntad de Dios, que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y por eso permite las tribulaciones y dolores; b) el recuerdo de los padecimientos de Cristo y de María, modelos incomparables de paciencia, y el sincero deseo de imitarlos; c) la necesidad de cooperar con Cristo a la aplicación de los frutos de su redención a las almas, aportando nuestros dolores que “completan” lo que falta a su pasión; d) la perspectiva de la eternidad que nos aguarda si sabemos sufrir con paciencia.

 

En el desarrollo progresivo de la paciencia pueden distinguirse grados: 1) la resignación sin quejas ni amarguras ante las cruces; 2) la paz y serenidad entre esas mismas penas, sin incubar la tristeza mala; 3) la serena aceptación, en la que empieza a gustarse la alegría interior ante las cruces que Dios envía para nuestro mayor bien; 4) el gozo completo, que lleva a darle gracias a Dios porque se digna asociarnos al misterio redentor de la cruz; 5) la locura de la cruz, lo de S Teresa: “O padecer o morir”.

 

Los vicios que se le oponen son dos: uno por defecto, otro por exceso.

 

–          Por defecto es la impaciencia, que consiste en dejarse dominar por las contrariedades de la vida hasta el punto de quejarse o airarse.

–          Por exceso, la insensibilidad o dureza de corazón, que no se inmuta ni impresiona ante ninguna calamidad propia o ajena, no por motivo virtuoso, sino por falta de sentido humano y social.

 

  1. La longanimidad

 

Es la virtud que nos da ánimo para tender a algo bueno que está muy distante de nosotros, o sea cuya consecución se hará esperar muco tiempo. S. Pablo la enumera entre los  frutos del Espíritu Santo (Gal 5,22).

 

En cuanto que su objeto es el bien, se parece más a la magnanimidad que a la paciencia (cuyo objeto es tolerar los males o dolores). Pero, teniendo en cuenta que, si el bien esperado tarda mucho en llegar, se produce en el alma cierta tristeza y dolor, la longanimidad, que soporta virtuosamente este dolor, se parece más a la paciencia que a ninguna otra virtud.

 

Su pecado opuesto es la estrechez o poquedad de ánimo, que impulsa a desistir de  emprender un camino virtuoso cuando la meta final aparece muy lejana.

 

  1. La perseverancia

 

La perseverancia es la virtud que inclina a persistir en el ejercicio del bien a pesar de la molestia que su prolongación nos ocasione. Se distingue de la longanimidad en que ésta se refiere más bien al comienzo de una obra virtuosa que no se consumará del todo hasta pasado largo tiempo, mientras que la perseverancia se refiere a la continuación del camino ya emprendido, a pesar de los obstáculos y molestias que van surgiendo en él. Lanzarse a una empresa virtuosa de larga y difícil ejecución es propio de la longanimidad; permanecer inquebrantablemente en el camino emprendido un día y otro día, sin desfallecer, es propio de la perseverancia.

 

  1. La constancia

 

La constancia es una virtud íntimamente relacionada con la perseverancia, que tiene por objeto robustecer la voluntad para que no abandone el camino de la virtud por los obstáculos o impedimentos exteriores que le salgan al paso. Al igual que la perseverancia, la constancia se refiere a la continuación del camino virtuoso; pero la perseverancia fortalece la voluntad  contra la dificultad que proviene de la prolongación de la vida virtuosa considerada “en sí misma”; y la constancia la fortalece contra los obstáculos “exteriores” que pueden surgir durante  la marcha (por ejemplo la influencia de los malos ejemplos). La perseverancia es parte más principal de la fortaleza que la constancia, porque la dificultad que proviene de la prolongación de la obra es más intrínseca y esencial al acto de virtud que la que proviene de los impedimentos exteriores, de los que se puede huir más fácilmente.

 

A la perseverancia y constancia se oponen dos vicios: uno por defecto, y otro por exceso.

 

– Por defecto, la inconstancia llamada por S. Tomás molicie o blandura, que inclina a desistir “fácilmente” de la práctica del bien al surgir las primeras dificultades.

 

– Por exceso, la pertinacia o terquedad, el vicio que se obstina en no ceder de su opinión cuando sería razonable hacerlo o en continuar un camino cuando el conjunto de circunstancias muestran claramente que es equivocado o inconveniente para él.

 

VII – La fortaleza y la vida espiritual

 

     El vivir según la carne es debilitante. En vez de preparar para el martirio – la muerte como sacrificio – sumerge en la muerte. La carne sirve para definir el mundo de la tierra y del hombre, su impotencia y su esterilidad en oposición a la todopotencia fecunda de Dios. Esta debilidad no será solamente ausencia de vigor y de energía verdadera, que son del orden del espíritu, sino ya una cierta contaminación por los poderes de la muerte y del pecado. La virtud de la fortaleza mantiene al hombre a salvo del peligro de amar tanto su vida, que termine perdiéndola.

 

Hay grados de perfección de la fortaleza cristiana que se corresponden con los grados del despliegue del donum fortitudinis. S. Tomás distingue tres grados de perfección de la fortaleza. El grado inferior – que no es, empero, “abandonado” cuando se asciende al que le sigue, sino incorporado a éste – está representado por la fortaleza “política” de la vida en común ordinaria y cotidiana. Casi todo lo que va dicho hasta el momento acerca de la fortaleza – a excepción de las observaciones sobre el martirio – se refería a este grado, cristianamente hablando, inicial de dicha virtud.

 

La senda por la que se progresa del primero al segundo grado, denominado purificador o “purgatorio” de la fortaleza, conduce al hombre cuidadoso ya de que en su interior encuentre más noble cumplimiento la imagen de lo divino, a la lucha interior, el combate espiritual, “la gran guerra”, como la llamaba Mahoma, en contraposición a la “pequeña guerra”, la guerra exterior. El enemigo está en el corazón de la plaza interviniendo sin cesar por sus sugestiones y solicitaciones. El don de fortaleza se hace gracia de curación, disolviendo la cobardía y revistiendo al alma de la fuerza de Dios. Esta fortaleza es un aspecto del impulso interior del alma que tiende hacia Dios; se ejerce en toda actividad espiritual, no sólo en la corrección de los defectos y el acrecentamiento de las virtudes, sino en la abnegación, el don de sí, el esfuerzo, la fidelidad la mortificación etc. La fortaleza es paciencia y resignación en la lucha contra la aridez, en el soporte de las cruces, en el desánimo, el disgusto espiritual, la desolación, las pruebas espirituales, se manifiesta en la aceptación del sufrimiento, de la enfermedad y de la muerte. Por la fortaleza el alma acepta la muerte al mundo. Es toda la vía purgativa.

 

Pero queda el tercer grado de la fortaleza, la fortitudo purgati animi, o fortaleza ya esencialmente transmutada “del espíritu purificado”. Tan sólo se alcanza en las más altas cimas de la santidad terrena, esbozo de la vida eterna (I-II, 52, 5). De la fortitudo purgatoria, que viene a ser el más alto grado de fortaleza susceptible de ser alcanzado por el cristiano, dice S. Tomas que da fuerza al alma para no sentir terror al penetrar en la región de las alturas (Procter accesum ad superna; I-II, 62,5). A primera vista es éste un enunciado muy singular. Pero no tarda en hacerse más comprensible cuando se repara en que a juzgar por la concorde experiencia de todos los grandes místicos, antes de alcanzar el último grado de perfección, el alma queda expuesta a las inclemencias de una “noche oscura” de los sentidos y del espíritu en la que fatalmente ha de creerse abandonada y perdida, como el náufrago en la inmensidad del océano. Dios purifica con inexorable mano sanadora los sentidos y el espíritu de las escorias del pecado. El cristiano que osa dar el salto a esa tiniebla y que mediante ese salto rompe amarras con su propia existencia, ansiosa de seguridad, para abandonarse a la absoluta disposición de Dios, realiza, en un sentido muy estricto, la esencia de la fortaleza. Porque con tal de alcanzar la plenitud del amor, hace frente a lo terrible.

 

Sólo a la luz de esta perspectiva se hace patente el verdadero sentido de la expresión “virtud heroica”: el fundamento de ese grado de la vida interior, cuya esencia consiste en  el desarrollo de los dones del Espíritu Santo, lo es, en efecto, la fortaleza, la virtud que en un sentido especial, primero y antonomásico, merece el apelativo de “heroica”; y por supuesto, la fortaleza graciosamente sobreelevada de la vida mística. La gran maestra de la mística, S. Teresa, dice que la fortaleza sobresale entre las primeras condiciones de perfección. Y en su autobiografía nos sorprende este categórico aserto: “Digo, que es menester más ánimo para si uno no está perfecto, llevar camino de perfección, que para ser de presto mártires” (cap. 31).

 

Por medio del don de fortaleza infunde el Espíritu Santo al alma una confianza que supera todo temor: la seguridad de que El ha de conducirla a la vida eterna, que es el sentido  y meta de toda buena acción y la definitiva salvación de todos los peligros (II-II, 139,1). Esta modalidad sobrehumana de la fortaleza es, en un sentido absoluto, un donum, un “regalo”.

 

El don de la fortaleza lleva a plenitud la virtud de la fortaleza. Porque los actos que proceden de la virtud de fortaleza están contaminados de algunos defectos leves, pero reales (por ej. muchas pequeñas debilidades, secretos retornos del amor propio, movimientos de desánimo, aprensiones excesivas). Pueden curarse enteramente y perfeccionarse sólo por el poder del Espíritu Santo. El don de la fortaleza no difiere de su virtud respectiva por el objeto, sino por la mayor energía sobrenatural que comunica (en la visión, en la voluntad constante, en la virilidad agresiva, en la paciencia). Por el don el alma se confía a Dios, y ya no tiene ansiedad alguna: “El Señor me guía, nada me falta” (Ps 22,1), se siente como instrumento plenamente dócil a la omnipotencia del Espíritu Santo. Por la presencia operante del don, el alma ya no sufre abatimientos, habitualmente permanece calma, segura, decidida, victoriosa.

Es la fortaleza heroica de que hablamos recientemente.

 

Un ejemplo es el de S. Teresita. Ella se sentía débil, alma toda pequeña, temía la fragilidad de su libertad; cuando Cristo la reviste de su fuerza divina, cura esta debilidad esencial. La fuerza de Teresa no se ejercerá casi en grandes circunstancias; su heroísmo ha de ser buscado en su paciencia invencible en soportar por amor todas las dificultades de su vida religiosa.

 

La fortaleza está en estrecha relación con la Confirmación. Su efecto propio es darnos armas en vista del combate exterior de la fe. Curándonos de la cobardía que paraliza nuestras energías, nos permite confesar públicamente la fe, hasta el martirio, si fuere necesario. Spiritus Sanctus ad robur. Fuertes contra los ataques de Satán y del mundo hostil: confirmamur ad pugnara (Cirilo de Jerusalén: PG 33,1089). Es la fuerza de Pentecostés “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que sobre vosotros vendrá; y seréis testigos (mártires) míos” (Act 1,8). Esta gracia acarrea la virilidad espiritual, más allá de cualquier tipo de carácter.

 

Sobre todo en orden al apostolado, para ayudarnos a superar toda traba y obstáculo. Las contrariedades son acogidas como un modo de expresar más la caridad hacia Cristo. Y también la Eucaristía, pan de los fuertes y para ser fuertes.

 

La fe sobrenatural, don que el Espíritu Santo graciosamente otorga, es el complemento y la corona de todas las demás fortalezas “naturales” del cristiano. Porque ser valiente no significa tan solo ser herido y muerto en el combate por la realización de lo que es bueno, sino también esperar en victoria. Sin esta esperanza no es posible la fe. Y cuanto más alta es la victoria y más cierta la esperanza en ella, tanto más arriesga el hombre para obtenerla. Pero el don espiritual de la fortaleza sobrenatural se nutre de la más cierta de las esperanzas en la más alta y definitiva de las victorias, aquella en la que todas las demás victorias, que le están secretamente ordenadas, alcanzan su culminación: la esperanza en la vida eterna.

 

Una muerte sin esperanza es, indudablemente, cosa más terrible y difícil que un morir con la esperanza de la vida eterna. Pero no vayamos a caer por ello en el absurdo de pensar que sea también más valiente el dirigirse a la muerte sin esperanza – consecuencia nihilista ésta a la que difícilmente sabrá escapar el que tenga por norma defender que lo arduo es el bien -. No es, como dice San Agustín, la herida lo que hace al mártir, sino la conformidad de su acción a la verdad. No es lo “fácil” ni lo “difícil” lo que decide, sino la manera que tiene de estar constituida la verdad de las cosas. Lo decisivo es que es verdad que hay vida eterna. Y la “rectitud” de la esperanza consiste en ser una virtud que “responde” a esta realidad.

 

No olvidemos que milicia es la vida del hombre sobre la tierra. Las dificultades de nuestro tiempo son enormes, pero “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). S. Pedro nos recomienda ser “fortes in fide” (1 Pe 5,9).

 

El mundo siempre nos estará exhortando a que quitemos la cruz de nuestra vida, a que renunciemos al martirio. El cristiano que deja de ser la sal de la tierra hace imposible su martirio: nadie lo perseguirá, porque a nadie molesta. Pero al comportarse así está destruyendo la esencia misma de la vida cristiana.

 

El estado de persecución es el estado normal de la Iglesia en el mundo, y el martirio es para cada uno de los fieles el estado normal de su profesión cristiana. No significa esto que cada cristiano deba necesariamente sufrir un martirio cruento, pero lo que sí significa es que cada fiel debería considerar la presunta realización de su propio martirio no como algo raro o exótico sino como la manifestación exterior de un estado interior que deben vivir todos los días. Vivir interiormente en estado de martirio.

 

En las actuales circunstancias, tan graves y satánicas, el tiempo nos apremia. Cada cristiano debe hoy, más que nunca, desposarse con el heroísmo, creando en sí un corazón de mártir. Ninguna escuela mejor para ello que el Santo Sacrificio de la Misa, en donde se renueva la Pasión y Muerte de Cristo-Mártir, y en donde la Iglesia-Mártir – óptimamente representada en las reliquias de los héroes cristianos que yacen bajo el altar – aprende siempre de nuevo a ofrecerse con Cristo y a consentir en su Sacrificio. Es en esa escuela donde mejor aprenderemos lo que es la fortaleza. Es allí donde beberemos la fuerza para el martirio. Nada más.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


[1] Sobre el martirio cfr. mi artículo en Mikael 7 (1975) 67-81.

 

[2] Ver Mikael 19 (1979) 33-52.

 

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